La única construcción humana visible desde la luna es un muro que nunca cumplió su función. Los más de seis mil kilómetros de la Gran Muralla buscaron proteger a los chinos de las invasiones mongólicas. Fue en vano. Los invasores mataron a los centinelas o escalaron las paredes o penetraron por las puertas, dominaron a los invadidos, modificaron su cultura y los obligaron a usar trenzas. Si el primer objetivo de los muros es impedir que los otros entren a nuestro territorio, el segundo es evitar que los nuestros se vayan. Así ocurrió con el Muro de Berlín, que el premier Walter Ubricht empezó a levantar en 1961 para que los ciudadanos de Alemania Oriental no se evadieran del país comunista y cayeran en las tentaciones de la Alemania Occidental y capitalista. Esa literal Cortina de Hierro se derrumbó famosamente en 1989, y con ella terminó la Guerra Fría. Como la muralla china, envejeció en un día, se convirtió rápidamente en arcaica y en obligada visita turística.
La imagen bíblica de la caída de las murallas de Jericó es uno de los mitos más antiguos acerca de la inutilidad de construir paredes de defensa. Dios dio trompetas a los suyos para que derribaran la ciudad enemiga y la conquistaran. Durante la Antigüedad y la Edad Media, las murallas sirvieron para ampararse de fuerzas irregulares, de piratas o de pueblos militarmente menos preparados. Si se enfrentaban ejércitos regulares, el asedio sólo prolongaba la agonía. Así fue en la otra historia fundacional de Occidente, la Guerra de Troya. La ciudad nueve años sitiada no resistió la estratagema griega del caballo de madera con tropas de élite dentro. Hoy las ciudades medievales que exhiben sus murallas, como la española Ávila o la francesa Carcassonne, son modestos destinos turísticos o etiquetas de vinos baratos.
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